jueves, 2 de abril de 2015

11 conos

11 conos quizá no sea el titular más adecuado para este artículo, porque ni Álvaro Arbeloa es un cono ni yo quisiera a 11 Arbeloas en mi equipo. Pero 11 conos es la única forma que se me ocurre de expresar lo que transmite el salmantino, en contraste con jugadores con seguramente más calidad, pero también con menos franqueza, valor y, en definitiva, cojones.

Porque hay que tenerlos muy grandes para enfrentarse al capitán del Real Madrid, a uno de los colectivos periodísticos más influyentes de Europa y a su correspondiente atajo de crédulos lectores/oyentes/internaturas/televidentes, y salir vivo. Tocado, pero vivo. Y es que para hablar de este tema es difícil esquivar conceptos como mourinhismo o casillismo. Ya me gustaría. Esas trincheras me recuerdan al típico rojo y facha que lanzamos cuando hablamos de política. Pero es inevitable que cuando Arbeloa habla con la sinceridad con la que lo hizo ayer en El Chiringuito, se contraponga su imagen a la de Casillas, y que desde ese mal llamado frente, por alusiones, se ataque a Arbeloa.



No nos vamos a engañar. Arbeloa es un jugador sin nivel para jugar a día de hoy en el Real Madrid. Lleva años por debajo del mínimo exigible y yo ya lo auguraba en 2012 cuando tras pasar a jugar Sergio Ramos de central y tener el puesto de lateral derecho para él sólo, mostraba serias lagunas defensivas y ofensivas. De hecho, su mejor año fue cuando competía con Ramos en esa posición y se mostraba más serio, centrado, sobrio y seguro que el sevillano.

¿Qué ha hecho entonces Arbeloa para aguantar tanto tiempo en el Real Madrid? Pues lo contrario de lo que se suele hacer en estos casos. Alejarse de la prensa, criticarla duramente en más de una ocasión, y ofrecer a cada entrenador y a cada aficionado que pudiese apreciarlo honestidad, esfuerzo y pasión. Estos valores han pesado tanto que ni la campaña perfectamente orquestada desde Mediaset o Prisa ha conseguido acabar con él. Ha sabido convertirse en un activo para el equipo sabiéndose suplente, y ha aportado palabras de ánimo, arengas, optimismo y carácter ejerciendo con la autoridad del capitán que a día de hoy Íker Casillas no tiene y con la que Ramos coquetea de vez en cuando.




Arbeloa es el Marco Materazzi del Real Madrid, asumiendo la suplencia durante mucho tiempo como uno más, apartándose con elegancia y sin armar jaleo. Jose Mourinho, del que habla maravillas, lo relegó al banquillo en la recta final de su último año en el Real Madrid y desde el duro banco ha vivido cada partido vibrando, saltando, en pie. Nunca cabizbajo ni serio. Evitando ir a llorar al periodista de turno para que le defienda con un artículo o una pieza. Se ha ganado al madridismo desde esa actitud y son muchos los defensores de Casillas que lo valoran y aprecian.

No quiero 11 conos en mi equipo, pero Dios mío, qué necesarios son. Casi todos coincidimos en que el tiempo de Arbeloa en la plantilla del Real Madrid se ha acabado, mucho más con el fichaje de Danilo. Pero desde la venta de Fernando Redondo, jamás cometería Florentino Pérez un error tan grande que alejando a Arbeloa del club. El presidente merengue ha defendido siempre que en los cargos directivos el madridismo debe imperar. Y fuera del equipo, pero cerca del césped, debe continuar Arbeloa. Criticando lo que se hace mal, gritando para que se haga bien y recompensando con un abrazo sincero cuando se cumplan objetivos. Quizá 11 conos no. Pero este, que dure toda la vida.

sábado, 14 de marzo de 2015

Me da igual dónde hayas nacido

No soy yo de los que apoyan a un futbolista únicamente por el hecho de ser español, por haber nacido en mi comunidad autónoma o por pertenecer a mi misma región. Siempre he valorado la actitud y la valía de un deportista por encima de su lugar de nacimiento. Es cierto que crecí en una zona, Ciudad Real, en la que nunca proliferaron futbolistas exitosos. Santiago Cañizares, Alberto Rivera, Tomas Pina y pocos más. Quizá por eso el origen de un futbolista siempre me pareció secundario.

Y juro que lo he intentado. Lo he intentado de veras. Por ejemplo, a falta de equipos ciudadrealeños en la élite, intenté apoyar de corazón al Albacete, al Toledo o al Guadalajara en cuanto alcanzaban la Segunda división. Pero no había manera. Ese sentimiento nunca dejaba de ser artificial y terminaba entonando el No puedo enamorarme de ti de Joaquín Sabina. Siempre sentí envidia de la gente que es de un equipo modesto de una ciudad pequeña, al estilo Premier. Pero opino que ese amor no se elige, y que como con todos los amores, si se fuerza es peor.



Así pues, cuando supe que alguien de mi pueblo jugaría por primera vez en la historia en Primera división ni me inmuté. Ese hombre, un portero del Valladolid llamado Jaime Jiménez, debería ganarme por su fútbol y actitud, no simplemente por ser de Valdepeñas.

Mis amigos pronto empezaron a apoyarlo y a alabarlo, incluso aquellos que jamás habían oído hablar de él. Yo, que ya le había visto algún partido con el conjunto pucelano en Segunda, no le auguraba gran éxito a pesar de haber conseguido el premio Zamora, y su debut en la élite (con 31 años) me dejó indiferente. Sí, tenía cierta agilidad y buena capacidad de reacción, pero también lo veía inconsistente por alto, atropellado en sus decisiones y precipitado en las salidas. Jamás me pareció un portero para Primera y predije que no tendría nivel para ocupar uno de los veinte arcos de la Liga durante mucho tiempo. Y así pareció ser. Pronto Dani Hernández (ahora en el Tenerife) le arrebató el puesto y Jaime calentó banquillo durante mucho tiempo.


Y fue entonces cuando lo conocí de verdad. Mientras intuía que Jaime se resignaría y buscaría una transición cómoda como suplente en Primera o como titular en Segunda hacia la retirada, lo que hizo en vez de eso fue trabajar duro en cada entrenamiento, tal y como sucedió cuando fichó por el Elche y un tal Willy Caballero ocupaba el puesto de titular. Y aunque en aquella ocasión la oportunidad le llegó tras la marcha del argentino al Málaga, en el Valladolid consiguió sentar de nuevo a Dani Hernández y volver a afianzarse como el portero titular por méritos propios. Mi fallo número uno se había consumado.

El número dos no tardó en llegar, puesto que la situación se repitió la temporada siguiente, es decir el pasado año. El Valladolid se deshizo de Dani Hernández y fichó a Diego Mariño, que comenzó como portero titular. De nuevo auguré el fin de Jaime y al igual que con la quiniela cada fin de semana, la volví a cagar. El valdepeñero terminó jugando ofreciendo grandes actuaciones y convirtiéndose en una máquina de dar dieces en comunio.

Pero yo seguí viéndolo como un portero irregular, llamativo pero inconsistente. Un arquero para resúmenes de televisión. Y aquí viene mi fallo número tres. Esta temporada abandonó tierras pucelanas y fichó por el Eibar y una vez más auguré que de los 38 partidos de Liga jugaría cero. Más que nada porque Xabi Irureta es el portero titular del Eibar desde Segunda B y porque se trata de un guardameta valiente y ágil, tal como ha demostrado en la primera vuelta, en la que incluso lo vi capacitado para jugar en la Selección.


Empiezo a pensar que el fútbol no es lo mío. Tras varias cantadas graves de Irureta, Gaizka Garitano optó por hacer lo que nunca sucederá con Casillas y dio una oportunidad al segundo portero debido a las dudas que provocaba el titular. Y ale-hop, Jaime de nuevo. Y de nuevo parando. Por tercera vez, cuarta si contamos lo de Willy, Jaime me cerró la boca y demostró que no sólo es de mi pueblo, sino que además es un portero con nivel suficiente como para jugar en Primera división. Y aunque sigo pensando que la consistencia no es su fuerte y que le falta solidez, le sobra capacidad de sacrificio, trabajo y esfuerzo. Y por eso ahora lo sigo, haya nacido donde haya nacido.

sábado, 28 de febrero de 2015

Yo quiero llamarme Bas Dost

Tener un nombre rimbombante es de vital importancia si quieres llegar a ser alguien. Shakespeare, Maradona, Valle-Inclán o Napoleón Bonaparte quizá no hubiesen llegado tan lejos de haberse llamado Wright, Rodríguez, González o François. Y es que existe algo místico que parece unir un alias poco común con el éxito. Obviamente llegarán varios aguafiestas clamando que Lorca, Ronaldo, Raúl o Felipe González mandan a la basura mi teoría, pero estoy seguro de que ellos habrían preferido llamarse Hemingway, Maquiavelo o Houellebecq a ser Pepito Pérez, Antonio Bermúdez o el relativamente soso Javier Rubio que soy. Fíjense hasta qué punto llega el tema que mi amigo Juan José López Sarabia renunció a su primer apellido, para disgusto de su padre, con la finalidad de ser más recordado entre sus lectores. No es tan raro, Zapatero o Rubalcaba también lo hicieron para no pasar a ser a duras penas conocidos como Rodríguez y Pérez, respectivamente.

Bas Dost no necesita hacerlo. Su nombre es pura melodía para el oído. Suena tan bien que parece una marca de refrescos o de galletas. Al igual que con Rubens Barrichello o Max Power, Bas y Dost son dos palabras que inexplicablemente me gusta decir. El de Ciro Immobile es incluso mejor ejemplo, pues más de una vez me he pillado a mí mismo en el baño repitiendo su nombre con acento italiano una y otra vez. Patético.



El caso es que no me fijé por primera vez en Bas Dost por su 1,92 de altura, ni por su extraña elasticidad. Tampoco por sus goles, cifra en la que nunca destacó a pesar de ser delantero centro, salvo en su segunda temporada en el Herenveen, su mejor año como futbolista (32 goles y máximo goleador de la Eredivise). Lo primero que me llamó la atención cuando lo vi competir en las categorías inferiores de la selección holandesa fue su rítmico nombre. No logré quitármelo de la cabeza y cuando el Wolfsburgo se hizo con él por ocho millones de euros no me costó seguirle la pista.

Los ocho goles que marcó en su primera temporada en Alemania me hicieron ser prudentemente optimista con él. Se estaba adaptando a una liga mayor y había que ser paciente. Pero las lesiones, que estuvieron a punto de retirarle, y su irregularidad me hicieron olvidarle hasta que hace unas semanas irrumpió en el panorama futbolístico con la fuerza de su nombre. Ganó el Wolfsburgo 4-5 al Leverkusen y cuatro de esos tantos fueron obra de Bas Dost. No contento con ello, cinco días después bigoleó al Sporting de Lisboa en la Europa League dando prácticamente el pase a su equipo para octavos (donde se enfrentará al Inter). Y para terminar sus ocho días fantásticos, el holandés volvió a conseguir un doblete para que el Wolfsburgo se impusiese al Hertha en la Bundesliga y pueda seguir aún, desde lejos, la estela del Bayern.


Ocho goles en tres partidos. Números de aspirante a Balón de Oro. O como poco de Bota de Oro. El nueve que le faltaba al Wolfsburgo estaba en casa y junto a De Bruyne, Schürrle, Luiz Gustavo, Perisic o Ricardo Rodríguez pueden llevar a los lobos a ganar la Europa League y a conformar al fin una alternativa seria al reinado de Guardiola en la Bundesliga. Desde luego, si Dost mantiene esta racha, todo es posible. ¿Su próxima cita con el gol? Mañana a las 17:30 en Bremen.

viernes, 20 de febrero de 2015

Recordando a Mandaluniz

Existen momentos de la vida que te vienen a la mente sin saber muy bien por qué. En la comida, antes de irte a acostar o al escuchar algo mínimamente relacionado con el tema, el recuerdo acude puntual. Nunca olvidaré, por ejemplo, la escena final de Ghost, una tarde en la que mi madre me mandó a la cama sin cenar o a mi antiguo compañero de piso intentando matar a un saltamontes en su cuarto. Nimiedades que permanecen en mi mente. Javier Mandaluniz es una de ellas.


Me acuerdo perfectamente de aquel verano, en la fresca planta de abajo de casa de mis padres, sentado como siempre en primera fila ante la tele. No recuerdo el año, aunque la página web de la FIFA me dice que fue en 2003. Era el Mundial sub-17 y todo el mundo hablaba de Cesc por su gran torneo y por su reciente marcha al Arsenal, en un éxodo de futbolistas españoles al extranjero que en esa época no había hecho más que comenzar.

Desde luego me fijé en Cesc, pero fiel a mi irritante y concienzuda actitud, me aprendí de memoria la alineación de España. Recuerdo perfectamente a Sisi en banda, a Markel Bergara y Pallardo en el medio, a Jurado y David Silva en la mediapunta o a Xisco en punta. Sin embargo, la memoria me falla y algunos de estos nombres me bailan, por lo que necesito revisar alineaciones para comprobar que fueron ellos los que se impusieron a Brasil en aquella final en tierras finesas. Sólo Cesc permanece impasible en mi mente. Y Mandaluniz, por supuesto. Recuerdo su peinado típico vasco, todo para abajo y sin gomina. Recuerdo que era del Athletic y que estaba seguro de que sustituiría a Aranzubia y Lafuente en la portería de los leones en breve. No destacaba por su envergadura ni tampoco le recuerdo grandes paradas, pero se mostraba sólido y mis ganas de descubrir jugadores hicieron el resto.



Hace poco Mandaluniz volvió al conjunto de recuerdos que forman mi memoria futbolística ya que leí en planetafichajes que acaba de fichar por el Gimnástica Torrelavega. Será el quinto equipo en el que deambulará por Segunda B tras Bilbao Athletic, Lleida, Real Sociedad B y Logroñés. Para satisfacción de mis amigos cercanos, una vez más me he equivocado y Mandaluniz jamás jugará en el Nuevo San Mamés como local. No obstante, tiene 27 años aún, por lo que quizá le reste aún una década dedicándose a su pasión y contando a sus compañeros de vestuario que un día levantó el trofeo de campeón del Mundo junto a Cesc, Silva y varios más.