Recuerdo a aquel Ronaldo, joven y velocísimo. Regateador. Que dejó sentados a la mitad de los jugadores del Compostela partiendo desde el centro del campo y logrando un gol que pasó a la historia. Ese Ronaldo alcanzó los 34 goles aquella temporada con el Barcelona, una cifra impensable antes de que Messi y Cristiano decidiesen aparecer y romper todos los registros.
También recuerdo que el año siguiente se marchó al Inter de Milán por 4.000 millones de pesetas, por aquel entonces una millonada. Esa temporada marcó 25 goles y llegó al Mundial de Francia en plena forma. Ronaldo cuajó un gran torneo pero perdió el título ante la Francia de Zidane, en una noche en la que la vida del brasileño corrió peligro debido a un ataque epiléptico horas antes de la final.
Lo siguiente que viene a mi memoria es algún que otro gol de Ronaldo con la camiseta del Inter y dos escenas que nunca olvidaré. La primera, el fatídico día en el que el brasileño se lesionó gravemente. La segunda, el día de su vuelta a los terrenos de juego después de un año, en el que se volvió a lesionar. Cuando vi a mi ídolo, un hombre al que consideraba un ser superior, llorando sobre el césped mientras se agarraba su rodilla, pensé que el Ronaldo que me había deleitado jamás reaparecería.
Pero me equivoqué. Volví a disfrutar de él en el Mundial de Japón y Corea. Ese verano de 2002 O Fenomeno apareció en nuestras pantallas con el peinado más extraño que un futbolista haya podido lucir jamás. Consiguió hacerse con el Mundial, quitándose la espina que llevaba clavada desde 1998, y se erigió como el mejor jugador del torneo.
Y fichó por el Real Madrid. Fue una apuesta arriesgada de Florentino Pérez, que sabía que no había un jugador que pudiese ilusionar tanto a la hinchada merengue como el brasileño. El presidente blanco aseguró la pierna de Ronaldo a todo riesgo y lo incorporó a un equipo de ensueño tras una durísima negociación con Moratti. Ronaldo debutó con dos goles ante el Alavés y durante cuatro años me convenció de que era el mejor jugador que había visto en mi vida, hasta la llegada del inalcanzable Messi.
Pero este Ronaldo era distinto al primer Ronaldo. La velocidad y el regate dieron paso a la potencia y al olfato goleador. Cuando agarraba el balón y encaraba a los defensas parecía que una manada de búfalos se encaminaba hacia la portería rival. Después de las lesiones, cambió la espectacularidad por la efectividad y se consolidó como el mejor nueve de toda la historia. Es cierto que Messi es mejor que el mejor Ronaldo, pero como delantero centro, el brasileño erá inigualable.
Después de dejar el Real Madrid, Ronaldo aún tuvo tiempo para jugar en el Milan, donde se volvió a lesionar gravemente. Pero se recuperó de nuevo, por tercera vez, fichando por el Corinthians y marcando una buena cifra de goles.
Es justo recordar todo este a pesar del lamentable estado de forma con el que abandona el fútbol, dando una penosa imagen de la liga brasileña que es completamente inmerecida, ya que los clubes brasileños son los reyes de Sudamérica. Pero Ronaldo no ha jugado con sobrepeso porque el nivel del Brasileirao fuese bajo, sino porque nadie podía obligar a un jugador tan grande a colgar las botas hasta que él así lo quisiera. Es lo menos que se merece el mejor delantero centro jamás visto.
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